Pero Agapito sonríe.
A ellos, los otros, la muerte los seduce prometiendo mano
dura para acabar con “las muertes”.
Pero nada dice ella sobre sí misma, sobre su forma de habitar
cada respiración en los basurales, en las escamas de mugre pegaditas en la piel
de los niños, en el hambre suya de cada día.
Sin embargo, esos niños son los que tienen una alianza con
la vida. Tremenda, vibrante. Porque son los
que sobreviven a la pobreza material, y a la pobreza de la estupidez ajena que
rotula: negro, delincuente, inadaptado, vago.
El chiquito Kalisaya sonríe. Y con esa sonrisa abre una
vida, que sabe de la vida misma aunque habite en la muerte.
Nadie se enorgullece de la propia pobreza. Pero es mucho
peor cuando la mirada del otro les impregna en la piel más de lo que la misma
piel quisiera decir. Porque eso suele hacerse carne, acto, y de eso no se
libran ni rezando diez padres nuestros, ni cumpliendo condenas. De eso difícilmente
se libran. En lugar de eso, entablan un dialogo permanente con ella, con la
mirada que los odia. Un dialogo con pocas chances de hablar en la realidad, un
dialogo que habla con gestos, con
cuerpos.
En ese contexto, Agapito Kalisaya sonríe, y se va a jugar
junto a sus dos perros, Fogonero y Malamado. Se va con su sonrisa, que es
sonrisa, que es vida, aunque habite rodeado de tanta muerte. Que es desafío, que es trinchera, que es dulzura.
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