Brotes pictóricos
“(…) La más fascinante: una lucha heroica entre el dolor psíquico
desgarrador y un júbilo inefable por vivir. No creo que al decir esto este
traicionando confidencia alguna, aprovechando la intimidad antes mencionada.
Cualquiera que se deje arrastrar sin prejuicios por esa experiencia brutal, y a
la vez extrañamente placentera, de entrar en contacto con la obra de Ramiro
Llona, se encontrará, en la medida de su propia singularidad, con las trazas de
esa angustia y ese goce, de esos gritos y ese éxtasis. Solo que en la obra de
reciente complejidad de los cuadros nos confronta con una realidad psíquica,
con un proceso creativo cada vez más densos, pero con la misma marca del self
en constante ebullición y cuestionamiento.
Estos trabajos poseen en vibración, una sonoridad, una
cualidad sensorial que desborda lo visual y nos lleva a espacios muy
inquietantes del psiquesoma (recuerdo haber visto un cuadro suyo de 1985, The
house by de sea, y haber anotado a lápiz en el catálogo: “como si Hopper se
hubiera psicotizado”). Entiéndase bien: no le estoy pegando etiquetas
psicopatológicas a la obra ni menos al autor. Me estoy refiriendo a esa
envidiable capacidad de desbarrancarse por esos abismos de Cezanne, haciendo de
la aventura un cuadro. Hablo de ese contacto privilegiado con la parte psicótica
de la personalidad, parte que existe en todos, pero cuyo acceso clausuramos y
solo nos permitimos abrirlo, en el mejor de los casos, cuando soñamos… o cuando
se es capaz de pintar como Ramiro. Es de ahí, de esa otra escena, que se
extraen los materiales, como la tienda en la calle canal, para realizar uno de
los actos de máxima cordura, de máximo coraje que conozco: crear, representar,
engendrar belleza a menudo ultrajada, a partir de lo casi irrepresentable, de
lo que se resiste ferozmente a la simbolización.
Esta tensión entre lo representable y lo irrepresentable es
aún más visible, palpable, audible en esta serie de cuadros de gran formato,
que se han poblado de figuras nuevas, de sensaciones nuevas. Hasta colores
nuevos. Como si en el periodo de su madurez creativa, en plenitud de sus
poderes, se arriesgara a alejarse más de sus lugares de serenidad y explorar zonas
de mayor angustia, aberturas todavía más vertiginosas. Ese sitio que Moustapha
Safouan, exégeta de Lacan, llama el borde: “en tanto que puede está ceñido por
un borde, una abertura donde la constitución de la imagen especular muestra su
limite, ese sitio es el lugar elegido de la angustia. Ese fenómeno de borde, en
su abertura como ventana, marca el límite del mundo del reconocimiento-la
escena”.
Estos cuadros nos sugieren esa heterogeneidad esencial que
subraya otro psicoanalista francés, André Green, entre el mundo interno y el
mundo externo, entre los procesos primarios y los secundarios, entre la
ligadura y la desligadura, entre los afectos y el lenguaje. Cada tránsito, dice Green, implica una
perdida pero preñada con la promesa de enriquecimiento. En ese sentido, los
títulos de Ramiro, tan cuidadosamente escogidos, son señuelos peligrosos, que
en francés se designan con una palabra intraducible sin traicionar su riqueza
léxica: déroutant, es decir que te sacan de ruta. Entiendo que Ramiro se protege
del discurso narrativo como un zorro de la jauría. Lo interesante es que a un
lector tan ávido como él la narrativa lo persigue, la racionalidad lo acecha,
la coherencia lo asedia. De modo que algo en él se insurge contra esas trampas,
no solo de la crítica sino, sobre todo, de su fuero interno, y brota con una
violencia inaudita, pero seductora, vital, sensual. Por eso sus cuadros se
llaman Las palabras, Tiempos de simbolización, Lo que va a venir, hay que
aceptar esos nombres como unas invitaciones abiertas a entrar en el cuadro, por
tu cuenta y riesgo, y no como una pista señalizada de aterrizaje.”
Jorge Bruce
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