Carta al Papa de un anticlerical español (por Luis García Montero)

Confieso que ha acertado usted conmigo. Mis sentimientos se parecen mucho al anticlericalismo combativo. Es verdad que en este asunto, como en todos, soy incompatible con la violencia y que entre mis ilusiones no está la de quemar una iglesia. Pero la quema de una iglesia es un episodio coyuntural, propio de condiciones históricas muy particulares, que no sirve para definir el anticlericalismo. Sin quemar nada y sin perseguir sacerdotes, se puede sentir una indignación interior, una combustión interna, muy parecida al anticlericalismo, cada vez que alguien quiere humillar la razón a las supersticiones. Confieso que yo siento esa cólera al escuchar sus ideas sobre la ciencia, el dolor, la sexualidad, la muerte, la mujer y la dignidad humana. Como no he recibido el don de la fe, me parece una estafa inaceptable el mundo que usted representa.

Si se esfuerza un poco, no le resultará difícil entenderme. Cada cuál pertenece a su historia. Yo he nacido en un país en el que la jerarquía católica, siempre que estuvo en su mano, actuó con una agresividad muy violenta, quemando cuerpos y libros, persiguiendo herejes, abrazándose al poder terrenal y humillando a los más desfavorecidos. El enciclopedista Masson de Morvilliers preguntó en el siglo XVIII qué se podía esperar de un país que necesitaba el permiso de un cura para pensar. No cambiaron mucho las cosas en el siglo XIX y en buena parte del XX. Está muy cerca todavía el espectáculo de una Iglesia militante contra los valores democráticos, volcada en preparar y bendecir el golpe de Estado de 1936, las ejecuciones masivas y la dictadura. Le aclaro que hablo desde una experiencia histórica objetiva, nacional y católica, no tanto desde una experiencia particular. Yo tuve la suerte de encontrarme en mi adolescencia con curas obreros que luchaban a favor de los pobres y en contra de la dictadura. Pero esos curas, y su Teología de la Liberación, ahora cuentan muy poco, gracias a la burocracia partidista de la Iglesia y a las persecuciones disciplinarias desatadas contra ellos por usted y su antecesor, Juan Pablo II.

Así que le confieso mi anticlericalismo. El malentendido está en que usted me considere peligroso y en que piense que represento a mi país. Soy de los que creen que en los asuntos de la identidad cuenta más el hacer que el ser. Aunque soy anticlerical, me esfuerzo en comportarme como un laico. Renuncio a mis antipatías religiosas en busca de espacios públicos y neutros que permitan la convivencia. A mí me haría mucha ilusión llenar los colegios y los espacios colectivos, junto al cartelito de prohibido fumar, de otro tipo de avisos, como la religión es peligrosa para la salud física y mental. Pero comprendo que eso podría molestar a muchas conciencias personales. Así que dejo mi anticlericalismo en casa. Creo que tengo derecho a esperar un comportamiento parecido de usted. Podría, por ejemplo, guardarse los crucifijos en su casa. No sabe lo que me molesta que mi hija se vea obligada a estudiar Biología en una clase con un crucifijo, es decir, con un señor muerto, pero que va a resucitar a los tres días, lo cual no es del todo sorprendente si se piensa que vino al mundo sin que su madre conociera varón y que es a la vez un individuo y una agrupación, formada por un padre, un hijo y un espíritu santo. Para la identificación policial, esa multiplicidad de personalidades es tan peligrosa como un burka.

Pero no se preocupe, porque yo no soy peligroso para usted. No he tenido nunca un Gobierno que defienda mis derechos de ciudadano dispuesto a vivir en un país laico. Y, además, no represento a mi país. Lo que hoy caracteriza a España no es el anticlericalismo, sino la indiferencia de una masa instalada en el egoísmo que define a las sociedades consumistas del capitalismo desarrollado. Esa indiferencia sí que es peligrosa, tanto para sus ideas religiosas como para mis ilusiones políticas. Las militancias éticas han pasado de moda. El Gobierno lo sabe, y por eso no entra en guerra con ustedes. Evita posibles facturas electorales y prefiere dejar que la indiferencia vaya desacralizando y despolitizando poco a poco el país. Le confieso que usted y yo estamos fuera de lugar en este reino. Sobramos los dos. Sobran su culpa y su espiritualidad católica. Sobran mi anticlericalismo y mi deseo de conseguir un mundo sin dioses, reyes, ni tribunos.

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