Hambre y Placer


Desde el primer momento de su vida, el ser humano es invitado a entrar al mundo a partir de la comida. Cuando nace, aún prematuro para enfrentar las dificultades de su propia subsistencia, la madre lo alienta a beber hasta saciar sus ansias, no solo de alimento, sino también de protección y reconocimiento. “La teta es mucho más que la comida”-decía Freud-. Es, por sobre todas las cosas, el amor.
Pero eso, a partir de la demanda que esa necesidad primaria de alimento le impone al niño que, poco a poco irá despertándose una sensación otra, agregada y diferente, que nada tiene que ver con el hambre, sino con el origen de la sexualidad y la búsqueda del placer. Basta mirar la cara extasiada del bebé luego de comer, chupeteando aún el pezón de su madre, para comprender que ese disfrute, se ha independizado para siempre de la necesidad biológica de alimentarse para entrar en un mundo diferente, enigmático y tentador. Aunque justo sería decir que el hombre no ha podido nunca separar totalmente el amor y el erotismo del hambre que les dio origen.
Los antiguos griegos quemaban las vísceras de los animales que iban a comer para que el humo llegara hasta el Olimpo como ofrenda a los dioses; y los guerreros paganos, antes de entrar en la batalla, solían sacrificar animales, cuando no humanos, para beber  la sangre.
Según cuentan los mitos clásicos, Dionisos fue castigado con la locura por ser hijo bastardo de Zeus. Desde entonces, este dios venido a menos, recorría los campos con su ejército de sátiros, acechando y violando a su paso ninfas, doncellas y mancebos. En su loco peregrinar descubrió que con el jugo de un fruto podía hacerse una bebida que volvía loco a todo aquel que la probara. Y así nació el vino, que enturbiaba el entendimiento y agitaba las pasiones.
Los griegos sostenían que tomarlo puro producía la muerte y que ningún recipiente podía contenerlo sin romperse. Por eso se bebía siempre con agua y se servía en los cuencos (vasos) de las patas de los caballos muertos.
En aquélla época solía venerarse al dios con las llamadas fiestas dionisíacas (bacanales, para los romanos) en las que el vino corría sin límite y los asistentes se entregaban a los placeres  con total desenfreno.
Pero no fue en otro ámbito que el de un banquete, el elegido por Cristo para sellar la nueva alianza de Dios con la humanidad.
Nosotros, ni guerreros, ni dioses, ni apóstoles traidores, seguimos de todos modos festejando nuestros íntimos banquetes a la hora de la seducción y la amistad, del festejo y de los duelos, como prueba de la voracidad que el deseo nos impone por el solo hecho de ser humanos. 

Gabriel Rolón

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